Casting de Helena Baratheon

Sentía el perlado sudor caerle por la frente y arderle en los ojos de manera escandalosa. La trenza, que con tanto esmero su doncella le había hecho esa mañana, estaba deshecha y los mechones de cabello le caían por el rostro y el cuello, pegándose a ella, causándole una mayor molestia que los golpes del maestro de armas de Bastión de Tormentas. La armadura estaba hecha para ella, era ligera y práctica, con refuerzos donde había de tenerlos y flexible en los puntos estratégicos, se adaptaba a su cuerpo y a sus movimientos como si de la más fina tela se tratara. Había mujeres que preferían la seda y el encaje de Myr, Helena prefería que fuera el acero su mejor prenda. Dio la vuelta esquivando el golpe de la espada del hombre con quien entrenaba y el viento le golpeó la cara, un golpe en la espalda le avisó que había bajado la guardia. Sintió el suelo chocar contra ella y un poco de tierra entró en su boca. El maestro no tenía compasión de ella por ningún motivo, si quería ser Dame tendría que saber pelear, siempre se lo decía. Cada tarde terminaba llena de magulladuras y cardenales por todo el cuerpo, con los músculos agarrotados y al siguiente día no podía moverse. Pero no se iba a rendir, llegaría a ser poco más que una Dame, no habría nadie que no supiera quien era Helena Baratheon.

Se levantó e un salto, sólo para encontrarse con otro golpe directo a las costillas. Los hombres del patio silbaban y soltaban groserías, Helena les enseñaría a todos que con ella no se jugaba. Alzó la espada por encima de la cabeza y golpeó al maestro con toda su fuerza. El dolor de la mano ante la obstrucción del golpe la paralizo por un momento y de nuevo terminó en el suelo tras el embiste de un escudo de madera.

—No estás concentrada, Helena —dijo el hombre que le estaba dando la paliza de su vida— Nunca te había golpeado tanto, ¿qué estás pensando muchacha?

Ni ella lo sabía, no había nada en su mente, en ese momento, que la pelea, que el sonido de las espadas y el grito de los suyos para vitorearla. Había muchas cosas en su cabeza y ninguna demasiado importante. Debería entregarse más a la canción de acero y olvidar un poco sus preocupaciones, ella no era ninguna niñita débil. Era una Baratheon. Suya era la furia.

—Alguno de estos caballeros sin duda…

Helena sonrió de mala gana. Ningún hombre, en su opinión, superaba el calor de una espada. Se pasó la mano por el labio, limpiando la sangre que había provocado la caída, miró a los ahí presentes y también a su maestro- No hay hombre que se compare a las espadas- el hombre sonrió de manera que a ella le agradó, como aprobando su pensamiento y volvió a arremeter contra él. Era buena, era bastante buena para la lucha, a pesar de su edad, y eso la enorgullecía mucho más que su belleza y que la habilidad que tenía para las labores femeninas. Y eso, en un mundo como Poniente era extraño.

Dio un par de estocadas, bailo alrededor de su maestro de armas con la misma gracia de un danzarín del agua, e intento que no se pudieran predecir sus movimientos. Su agilidad era su mayor cualidad, además de su cuerpo, que era tan escuálido que era difícil darle. Eso era lo bueno de ser mujer. Su sueño era convertirse en una Dame, al igual que Nymeria, y por todos los Dioses, por los Antiguos y los nuevos, que lo lograría.