Baelor Targaryen | Casting

La noticia de las muertes de Aerys y Rhaegel había sido un duro golpe en la corte. Nunca había imaginado que ese cobarde de Daemon pudiera hacer algo así. Había llevado la guerra al siguiente nivel. Ahora ya no era solo una falsa pretensión al trono y una traición. Ahora tendría la aniquilación total, el peso de la justicia caería sobre su cabeza... literalmente. De eso me encargaría como Mano del Rey y como hermano.

A mi siniestra, mi mano reposó en el hombro de mi madre, intentando infundirle algún tipo de ánimo ante esta pérdida. Si planeaba vengar a mis hermanos no lo haría por mí mismo, sino por ella. Daemon moriría, el traidor de Aceroamargo, Ser Quentyn Ball y todos sus demás seguidores le seguirían por última vez a la tumba. Inspiré intranquilo, sintiéndome como supuse que debía sentirse Maekar todos los días de su vida. Su cólera interna era el mejor arma contra los tiempos que vivíamos, según descubría a cada minuto que pasaba. Pero yo no era así.

Myriah aún era joven, tal vez podría darle otro hijo al rey y así mitigar en parte el dolor de su pérdida. De hecho ni siquiera sabía como se sentía madre, su rostro parecía hecho de la misma piedra que los muros de Rocadragón, férrea e insondable. Una leve sonrisa entristecida se dibujó en el mío, pues ya tenía certeza de que por mis venas fluía la sangre de la reina. Enseguida, mi expresión volvió a ser de impasibilidad. Dejé que mi otra mano acariciara por un segundo el brazo inerte de Rhaegel. Tal vez lamentara más su muerte que la de Aerys, pues sabía que este último no estaba en su sano juicio, había visto y escuchado más de una vez su trato hacia Aelinor.

Me di la vuelta solemnemente, dirigiendo una breve mirada a mi hermana cargada de significado implícito, que ella pareció entender al instante. Besé su mejilla y subí las escaleras hacia fuera del Gran Septo. Allí, desde lo alto de la Colina de Visenya, Maekar contemplaba la ciudad con ojos violeta ensombrecidos por la ira. Parecía incluso más afectado que padre. Me acerqué a él con gesto serio, más parecido al suyo de lo que usualmente era. — Los vengaremos hermano, te lo prometo — murmuré con voz firme, ahora teníamos la excusa perfecta para unirnos contra la causa común.